viernes, 13 de abril de 2012

Ser

Cuando a Sebastián se le plantearon las opciones de forma tal que se excluían una a la otra, entró en crisis. Y entró en esa crisis -grave, molesta, incómoda- de personalidad.
Desde chico, se crió mirando en su entorno a las personas que iba eligiendo como modelos a seguir. Cada vez que actuaba, buscaba en ellos la aprobación del proceder diario; presionado por la mirada atenta de los demás, reflexionaba cien veces antes de obrar. Aun así, nunca quedaba satisfecho.
Hacía muy poco, Ramiro, un gran amigo de su hermano, había llevado algunos volantes y gacetillas del frente donde militaba, sobre la situación en la que vivían las familias de un barrio no muy alejado del centro de la ciudad. Sebastián sentía una gran admiración por Ramiro, de esas con las que uno llega a absorber –y a veces acatar- prácticamente sin procesar lo que se escucha. Su fascinación había nacido con los primeros mates que compartieron con él y su hermano, cuando ellos dos comenzaron a cursar en filosofía.
Enseguida se sumergió en los papeles que Ramiro llevó y trató de comprender cada detalle de la lucha desatada. Cuando su papá salió de la cocina y lo vio leyendo, no le gustó en lo más mínimo ver a su hijo ojeando el material que Ramiro difundía.
-¿Qué hacés con eso? ¿No ves que está lleno de slogans escritos por reaccionarios? – le dijo. Y le dolió; como pasa en casi todas las relaciones con un padre, el respeto y la admiración se arraigan fuertemente en la esencia del hijo.
-Leo, quiero saber de qué se trata. ¿Por qué sos tan cerrado? Son ideales por los que ellos deciden pelear. Me interesa saber de qué se trata.
-Mirá, haceme el favor, no te metás. Esas cosas no llevan a ningún lado, sólo generan resentimiento -cuando dejó la habitación, lo hizo tan ofuscado, que no notó que no había saludado a Ramiro-.
Por supuesto, como cada vez que actuaba, Sebastián buscó encontrar algún punto de concordancia, que le permitiera no defraudar ni a su padre, ni al amigo de su hermano. El nudo en el estómago le apretaba más y más.
Esa noche no pudo pegar un ojo. Estaba ansioso, tedioso. Se levantó convencido de que tenía que ir a la marcha, que tenía que ver de qué se trataba. Pensaba que no podía definirse sin conocer absolutamente nada. Salió a la calle y caminó hacia la parada, no dejaba de reflexionar. El colectivo no tardó ni diez minutos.
Pero algo extraño le pasó- Al menos a su parecer. Cuando la máquina le dio el vuelto del pasaje, le toco una moneda rara; estaba como gastada y marcada por el paso del tiempo y las costumbres singulares de antiguos usuarios –parecía, por ejemplo, como si alguien la hubiera raspado contra una pared mientras caminaba-.
Fue ese pedazo de metal, el que lo hizo cuestionarse una vez más, si realmente estaba haciendo las cosas bien; o al menos si estaba convencido. El trayecto se le terminó rápido, porque llegó en muy poco tiempo al lugar de la marcha, donde se encontró con Ramiro, y de manera casi mecánica su cerebro procesó todo en un segundo y se lo escupió al militante, que nada entendió.
-¿Cómo elige uno lo que es? ¿Es lo que quiere ser? –y sin darle tiempo a responder, siguió- ¿Se elige ser lo que se es? ¿O se es lo que se puede? [1]
Antes de bajarse del colectivo ya había determinado que dejaría su decisión al azar; lanzando esa moneda, que el destino le había regalado, resolvería si quedarse en la marcha o hacerle caso a su padre y no entrometerse.
Sin embargo, cuando tiró la moneda al aire, le pareció estúpido, y una vez más su cerebro actuó en un segundo.
La moneda cayó y el no miró, en ese momento pensó que lo mejor era embarrarse, acercarse a la gente de ese barrio en decadencia.
Finalmente, eligió ser el mismo.
Y Ramiro –que nunca respondió- se quedó pensando.


[1]Aunque cuando narró la historia, dijo que no estaba seguro si había conjugado el verbo “ser” o “pensar” (Nota del autor).

viernes, 30 de marzo de 2012

Capítulo VIII: Raciosimio y los haraganes

Convencido de su rol como intelectual orgánico (aunque está clarísimo que él no se define así, porque no sabe ni quién es el italiano, ni qué dice; ni la más mínima idea), actúa de manera inversa; bajando inconscientemente, desde la cúpula en donde los titiriteros operan, consignas para transformar y domar a las bases, tratando de quitarles poco a poco su identidad “revolucionaria”.

Así, generando el antibiótico con el cual marchita su conciencia social, va dando lugar a esos conceptos predigeridos –con los que también enfrenta a Raciocinio-, que ponen el foco de la lucha bien lejos de los dueños de La Verdad.

Surgen entonces, esos estereotipos[1], que potencian al remedio contra su síndrome gregario. Raciosimio, en su cuarentena habitual disfrazada de zapping, da forma a la tesis que termina de romper todo tipo de relación con su entorno. Curiosamente elige un sinónimo de “masa” y entonces habla de “esa manga de vagos”. Y ahí, en esa frase, los encierra a todos: manifestantes, piqueteros, “esos” los de los planes sociales, todos; ninguno escapa a su criterioso ojo, que con forma de dedo señala y señala a mansalva.

Por supuesto, termina siendo englobado por su propia definición; Raciosimio es un vago, que elige repetir por sobre comprender.

lunes, 26 de septiembre de 2011

La suprema Francia

Hacía menos de treinta días que se había escapado de su Paraguay natal. Todavía le costaba –y mucho- pronunciar el apellido del nuevo Supremo.

Hacía casi treinta días que no salía del departamentito prestado por su amigo Ernesto; tenía miedo –y mucho-. Se sumergía hora tras hora en el libro de Shakespeare que su madre le había obsequiado. De vez en vez, alternaba con algunas líneas de Tolstoi.

Hasta que entonces sí. Tomó coraje y giró el picaporte de la enorme puerta que separaba la sala del exterior. Esa tarde salió empecinado en conseguir un pasatiempo, que le permitiera solventar sus gastos, devolverle algo a su amigo, pero sobre todo olvidar.

Pasó por un bar, de esos pintorescos que hay en Buenos Aires, y se sentó por un rato; cerca de la ventana, en una esquina. Desde su silla veía la totalidad de la esquina que conformaban Mayo y Sáenz Peña. Miraba y pensaba, en Asunción; el ascenso de Stroessner no le había dado alternativa. Pensaba y sollozaba.

Bebió el último trago de café y se encaminó nuevamente en su tarea. Con las manos en los bolsillos y la mirada baja, recorrió unas veinte cuadras, hasta que una hoja de cuaderno escrita con lapicera, pegada en una vidriera, captó su atención; una vacante de trabajo en el modesto alojamiento, que tomaría sin dudarlo.

Si bien la paga era poca, le bastaba para sobrevivir –aunque, el verdadero problema en su subsistencia eran las cicatrices imborrables del exilio-.

Poco a poco, la rutina se fue estableciendo: un café junto al diario de cada mañana en el primer bar que le abrió las puertas –que tenía el agregado de haber sido el primer recoveco de la ciudad porteña en empujarlo al difícil ejercicio de la memoria-. En sus ratos libres, destilaba algunas líneas entre la amargura; incluso recayendo a veces en frases arrabaleras que lo llevaban a escribir algún que otro tango.

Lentamente, fue resurgiendo. Ya no acudía solo al bar, sino que era acompañado por Ernesto, que además le había presentado varios conocidos en una situación similar a la suya. Una mesita no alcanzaba más, por lo que habían sumado dos y a veces hasta tres más; el bar Berna tornó en búnker para los intelectuales perseguidos.

El activismo era intachable. Las noticias que recibía de Paraguay eran tinta fresca para esa especie de catarsis que hacía a través de su pluma y la hoja. Persecuciones, desapariciones y asesinatos, eran expresados en prosa; relatos que decían más allá de lo que contaban.

Pero las noticias eran cada vez peores; latinoamerica parecía estar condenada a una cúpula de Supremos. Las relaciones entre los gobiernos paraguayo y chileno, daban fortaleza a la figura de Stroessner.

Entonces, volvía a acercarse el clima que ya había vivido casi tres décadas atrás, cuando había arribado a Buenos Aires. El café, ya no nucleaba con la misma fuerza; el miedo y las deserciones se tradujeron en dos mesas vacías, cerca de la vidriera.

Su salvación llegó desde Francia. La oferta de la Universidad de Toulouse era soñada.

Por segunda vez renacía. Y esta vez, para siempre.

viernes, 16 de septiembre de 2011

La revolución tiene quien le escriba

16 de junio de 1959:

Hoy inició el apocalipsis responsable de la debacle mundial. Se forjó delante de mis propias narices, y no fui capaz de dar cuenta del más mínimo detalle. No tengo fuerzas para seguir. No quiero ser testigo de esto.

El peritaje del forense sentenció que el agente Benjamín Torrado, había fallecido antes de que la soga venciera la viga de la cual se había colgado, tras la última patada de desesperación. Tenía una pequeña fisura en el cráneo producida por la fuerza con la que la madera había golpeado su cabeza, pero no quedaban dudas de que había muerto de asfixia.

La cita, era la última que figuraba en su diario, donde había registrado los procedimientos de su espionaje.

-Queme esos libros y destruya las cintas –ordenó el oficial de los Servicios Secretos-. Son órdenes de la dirección.

-Pero son documentos vitales –reprobé con inocencia-. Pueden explicar por qué tomó la decisión de matarse.

-El mundo no puede saber que el comunista colombiano fue acechado. No pierda más tiempo y haga lo que se le pide–, tras decir esto, el Coronel se fue con los agentes que lo acompañaban, cerrando de un portazo.

Prendí un cigarrillo y me senté al lado de Benjamín. Lo miraba y pensaba en el velorio injusto que le tocaría; razones inventadas, causas concebidas con el fin de explicar cómo había llegado al insólito desenlace.

Sin dejar de pitar, me paré, prendí el velador que había sobre el escritorio y me puse a leer las memorias que Torrado había estado escribiendo. Estaba seguro que entre las hojas se podría entender cuál era el apocalipsis del que estaba hablando. La Dirección Federal de Seguridad le había asignado la tarea de informar acerca de los movimientos del controvertido García Márquez. El escritor colombiano había sido visto con Fidel Castro en 1955 y desde entonces la oficina de servicios secretos recibía informes semanales de Torrado.

Abrí el cuaderno azarosamente, donde había algunos párrafos resaltados. La fecha estaba borrosa, tenía una mancha de café encima, pero se podía distinguir el año; era 1957.

Sus días transcurren con normalidad. Sale poco de la casa; sólo cuando lleva alguna nota al diario. Sus comentarios son polémicos, pero no hay nada en sus escritos del periódico que lo conecte directamente con el comunismo. Sin embargo, hoy encontré en su correo una carta proveniente de Cuba; estaba firmada por un tal Alejandro y hablaba de un futuro próspero para la isla, aunque en ningún momento nombraba a Castro o la guerrilla. Por lo pronto, es un indicio pero no reviste demasiado peligro. Seguiré con atención las próximas cartas.

En cada línea se podía apreciar la desilusión de una tarea injustificada, insostenible.

Cada día que pasa parece que el encuentro entre ambos fue una mera coincidencia.

Encontrar cargos contra el novelista colombiano era difícil; sus correspondencias eran triviales y los encuentros, con cualquier personaje de peso político, un sueño. De cualquier manera, Benjamín dedicó lo que quedaba de su vida a investigarlo –por lo menos eso se podía deducir de las casi trescientas páginas que quedaban por delante en esa suerte de diario-.

Continué hojeando el cuaderno. Una de las fechas detalladas captó mi atención; era considerablemente más extensa que la gran mayoría de las otras notas, y tenía abrochadas dos cartas cuidadosamente reproducidas por un mimeógrafo.

23 de diciembre de 1958:

G.G.M. sigue sin realizar grandes movimientos. De cualquier manera, hoy revisé su correo como cada semana; para mí sorpresa hallé dos cartas que parecerían implicarlo en graves actos criminales. Por un lado, lo que parecería ser una respuesta de Luis Alejandro Velasco a una carta previa, agradeciendo las “buenas noticias”…

Rápidamente desplegué la primera hoja y la leí por completo. No era un dato menor, pero García Márquez le habría informado en una misiva anterior, que publicaría una novela donde recopilaría los datos de la entrevista al olvidado náufrago. De igual modo, continué leyendo la descripción de las acciones de ese día. Si bien no era un dato menor, la publicación de la novela no bastaba para inculparlo.

El náufrago que supo vivir de publicidades sacaría buen rédito de la publicación del libro. Sin embargo, la carta que resultó más interesante, provenía de Cuba y estaba firmada por “C. Segundo”. Al parecer, se trataría de un corresponsal amigo, que le informa de la situación en la isla, aunque la historia está cargada de seudónimos que no permiten entender mucho. Sólo puede advertirse que es argentino, por los modismos que emplea. Sobre el final de la carta augura un “próspero año nuevo”…

Una vez más, desarrugué el papel amarillento que reproducía la otra carta, pero nada pude entender. Sólo estaban resaltados varios sobrenombres, como aclaraba Torrado en su relato. Curiosamente, aparecía el nombre de Alejandro, pero sin la más mínima pista de quién podría tratarse.

Casi aburrido por mi tarea, empecé a pasar las hojas con mayor velocidad, hasta que di con la página en la que se encontraba el último de los papeles adosados. Era una nueva carta de C. Segundo. Esta vez, omití leer las memorias de Torrado –era claro que sus ánimos iban en decadencia, a medida que nos acercábamos a la fecha de su suicidio-. Extendí el papel con sumo cuidado y vi, una vez más, varios fragmentos resaltados. Pero era el último el más curioso de todos, donde repetía algunos de los nombres resaltados en la carta anterior, como el de Daniel Hernández –curiosamente, no figuraba Alejandro-.

América Latina está cerca de conocer la panacea de su mayor mal. Te invito a participar, a ser parte de este maravilloso emprendimiento.

Tuve que leer las notas para clarificar mi mente.

1 de junio de 1959:

Aunque se hayan cumplido cinco meses de la nefasta revuelta en Sierra Maestra, G.M. parece no tener conexión alguna con el hecho. Sólo las cartas del corresponsal, pero que no dan indicios de nada.

Quizás el motivo para apresarlo sea averiguar cuál es esa “panacea” de la que habla con su amigo, pero es muy cuidadoso con lo que escribe en sus cartas y ya casi no sale de su casa. Pasa el tiempo escribiendo borradores que mayormente descarta. La novela de Velasco lo tiene sumamente ocupado.

A medida que hojeaba el cuaderno, seguía sin encontrar razón alguna por la cual Torrado se pudiera haber suicidado; por más que pensara, no hallaba la causa.

Súbitamente, se oyó un portazo en la entrada de la casa, que me despertó del trance. Cerré el cuaderno y lo tiré al tarro con los otros papeles que quemaría. Fue entonces cuando descubrí cuál era el apocalipsis del que hablaba Torrado, la panacea a la que refería “Segundo”. Sobre el escritorio se encontraba un ejemplar de un periódico que rápidamente daba cuenta de ser clandestino. La nota principal estaba titulada “Operación verdad”.

Prensa Latina le daba voz a Cuba y todo el continente Americano.

Benjamín Torrado se había asustado; los había escuchado gritar muy fuerte.

lunes, 18 de julio de 2011

Sometimientos

Escuchó un portazo y dejó las bolsas en la mesada; cayeron con tanta pesadez que casi la mitad de los huevos se rompieron, cubriendo de clara el resto de la bolsa. A toda velocidad, salió de la cocina y por el ventanal del living, vio la figura de ella, tan perfecta como siempre. La miró hipnotizado por su esbelto cuerpo, mientras ella, descalza –o eso le parecía ver desde el umbral de la cocina-, subía a su auto. Tras un bocinazo se alejó de la casa.

El sonido casi rechinante lo sacó del trance y rápidamente tomó las llaves de su Renault Fuego. Con la mirada perdida en la extraña patente del coche de la mujer, se olvidó por completo del velocímetro; su pie presionaba fuertemente el acelerador y el paisaje de la ciudad a los costados del auto se hacía cada vez más borroso.

Recién en las afueras de la urbe, ella detuvo la marcha, bajó del vehículo y –todavía descalza- se metió entre los matorrales. Él, mientras disminuía la marcha, miraba anonadado la actitud de la mujer. Finalmente, frenó. Estaba profundamente perdido en la figura de ella, sus ojos se clavaron en su cuello una vez más.

Pero entonces, se produjo un destello por el reflejo del sol en su colgante, y al momento que la mujer se desvanecía, oyó el último de los tres agudos sonidos de una locomotora, que al tomar la curva final antes de los dos kilómetros de recta que restaban hasta la estación, se encontró con una cupé sobre las vías, ya sin posibilidad de frenar.

El auto -deformado- fue arrastrado casi trescientos metros.


-¡Dale! Vení de una vez –reprochó Marcelo.

-Estoy en eso, perdoname –contestó tímidamente Verónica- No sabía que era tan urgente.

-¿Es necesario que te lo repita? Dale, haceme el favor.

Ella, hostigada, consumida por dentro, sin vida, sin color. No podía dejar de amarlo. Estaba cegada –en realidad no, pero cuando sopesaba todo en la balanza, se convencía de que los problemas no eran tan funestos-.

Él, era el norte de la pareja. Él sabía qué convenía, qué no. Le daba la ilusión del control, cuando en algunas decisiones la consultaba con un “¿qué decís?” o un “¿qué te parece”, pero por dentro el sadismo colmaba su ser; era muy persuasivo.

Verónica se hizo a un lado sin dejar de ver a su novio. Lo veía poderoso; descomunalmente poderoso. Pero creía que a pesar de esa gran potestad, el altruismo se hacía presente en cada acto suyo. Era muy persuasivo.

Le dio la agenda que Marcelo había pedido que le alcanzase y –crédula- se quedó un rato mirando, esperando alguna respuesta, algún agradecimiento. Pero Marcelo, ni siquiera la miró. Comenzó a hojear el cuadernito, buscando el teléfono de Alejo, quien sería su compañero de salida esa noche, rumbo al bar de siempre; era costumbre bien de ellos, salir a ver a San Lorenzo al bar de San Juan y Boedo.

Tuvo que leer varias veces el número, porque Alejo había entrado a trabajar en la oficina hacía no más de dos semanas, y Marcelo todavía no sabía el interno de memoria.

En el bar, el clima deportivo era inconfundible; cerca de sesenta personas con la cabeza levemente inclinada hacia arriba y la vista perdida en lo que sucedía en el estadio de Newell’s. Como en un cuadro, todo estaba prolijamente ordenado. Pero había un detalle que hacía única a la escena; la pasión futbolera de Marcelo –más allá de su fanatismo-, había sido franqueada por una mujer hermosa.

Rubia, sensual y –lo que más llamó su atención- solitaria. Recostada sobre la barra bajo el cartel que apuntaba a la salida de emergencia, estaba bebiendo alguna bebida blanca. Con la mirada perdida, revolvía el contenido del vaso. Entonces, Marcelo le dio la última pitada al cigarrillo negro y se alejó de su mesa en dirección a la chica; en ese momento –y por un breve instante-, la atención de Alejo se desvío ante la incomprendida actitud de su amigo, aunque rápidamente volvió los ojos a la caja plástica.

-¿Estás perdida? –preguntó con su voz ronca Marcelo.

-No –dijo tímidamente la chica-. En realidad estoy nerviosa por el partido.

Cuando terminó de decir esto, un leve movimiento de su cabeza develó un pequeño tatuaje en el cuello, cerca de su oreja.

-Vamos a salir adelante, es una racha no más –tranquilizó el hombre-. ¿Qué es el dibujo que tenés en el cuello?

-Un cuervo –respondió ella, al mismo tiempo que Marcelo sentía cómo algo lo recorría por dentro-. No sólo por mi inclinación futbolera. Lévi-Strauss dice que son mediadores entre la vida y la muerte.

-¿Y eso por qué? –inquirió con curiosidad.

-Es una carga que llevo conmigo, me recuerda siempre que cuando yo nací le causé la muerte a mi madre.

-Pero vos no tenés la culpa –respondió Marcelo con una incomodidad evidente.

-No te preocupes, ya está saldada la crisis afectiva desde hace tiempo.

Marcelo sentía que había entre ellos una conexión diferente. Lo que él no sabía era que la frialdad de ella configuraba ese sentimiento extraño.

El bar estalló con el gol y ellos se abrazaron, sin querer, sin meditarlo. Disfrutaron mucho del gol, pero mucho más del saludo estrujado de ellos.

Charlaron cálidamente hasta que el partido terminó y ella se fue. Antes, Marcelo preguntó por su teléfono y coordinaron verse alguna de las noches siguientes. Muy poco tardó en desaparecer la silueta de Romina –como le dijo que se llamaba- entre toda esa gente contenta por el triunfo, que cortaba una seguidilla bastante extensa de partidos perdidos.

El encuentro transformó radicalmente la relación con Verónica. Se puso menos controlador, más desinteresado. Tornó el sadismo en desgano, y el egoísmo en más egoísmo.

Verónica no entendía qué pasaba; lo notaba raro, rarísimo. Era más libre, pero sin embargo se volvió más dependiente. Lo amó más pero por la idealización aun mayor del antiguo Marcelo. Y se entristeció. Y se culpó.

Ahora se preocupaba más que antes por el bienestar de su novio. Le daba todos los gustos –incluso aquellos que alguna vez había negado en la cama-. Pero Marcelo estaba cada vez más lejos, pensando primero en el cuervo, como excusa para acordarse de Romina; después sí, meditaba sobre ella. Imaginaba y estudiaba encuentros posibles, charlas factibles, risas ocasionales, besos improbables.

Hasta que se decidió y la llamó.

-Hola, ¿quién habla? –se escuchó en su teléfono.

-Hola, ¿Romina? –preguntó nervioso.

-Sí, ¿quién es?

-Hola –repitió-, soy Marcelo, hablamos el otro día en el bar…

-Aah, sí –interrumpió ella-, el que no dejaba de mirarme el tatuaje.

Del otro lado él se puso colorado, y aunque no fuera necesario, intentó disimularlo.

-Sí, me llamó la atención el dibujo, pero sobre todo su significado –Y cambiando de tema, se animó- ¿te parece si nos juntamos, tomamos algo y vemos el partido?

-Claro –respondió- ¿En el mismo bar?

-No, prefiero algún lugar más tranquilo, ¿te parece en mi casa?

Sabía que Verónica se iría a lo de una amiga esa noche, por lo que podría verla tranquilamente allí.

Ante la respuesta positiva, Marcelo le dio su dirección, fijaron una hora y se despidieron.

Esa noche se vieron y poco les importó el partido.

-¿Puedo sacarme los zapatos? –Preguntó Romina- Me aprietan los pies y me molesta. La opresión me fastidia.

-Claro –dijo Marcelo, sorprendido, aunque rápidamente le pareció sólo un detalle.

Hablaron y se conocieron el uno al otro; y se reconocieron el uno en el otro. Cuando ya no hubo más de qué hablar, ella dio el primer paso y lo besó. Marcelo sintió de nuevo todo lo del abrazo en el bar. La noche fue ideal.

Más allá de lo sucedido el día anterior, Marcelo ya no sentía lo mismo por Verónica y se lo hizo saber –aunque omitió el encuentro con Romina-. Verónica murió por dentro, prensada por cada palabra que salía de la boca de Marcelo. Cuando terminó, le dijo que iría a la casa de sus padres y salió. En la residencia, quedaba lo poco que aguantó de ella, pálida y callada; vacía.

Lo que siguió en la vida de Marcelo fue inmejorable. La felicidad amanecía cada mañana con él. Estaba perdido en Romina, radiante de alegría. Ya no necesitaba imponerse; sentía que no era necesario.

Pero a veces era ella la que parecía imponerse; y se notaba. Poco tardó en darse cuenta, quizás una semana, y la relación ya no era lo que esperaba. Empezó a parecerle que cada vez decidía menos y era más condescendiente. Cuando se veían no era lo mismo; se estaba volviendo loco.


Su última madrugada fue trágica. Bebió durante largas horas, para olvidarse de las preguntas. Sin saber por qué, borracho, fue al almacén, llenó un canasto con porquerías –incluso con media docena de huevos-, pagó, y ante la mirada atónita del dueño del local, salió para su casa; la que supo compartir con Verónica.

Cuando escuchó el chasquido de una llave en la puerta de entrada, soltó las bolsas, dejando caer el contenido sobre la mesada. La vio por la ventana y lo más rápido que pudo intentó subirse a su cupé. Salió con tanta velocidad, que no llegó a ver a su antigua novia, que estaba al lado de la puerta.


La noticia fue trágica para Verónica, que lo lloró hasta secarse. Todavía, incluso en la muerte, seguía siendo persuasivo.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Capítulo VII: Raciosimio y la pobreza

"La madre educó:
-Mijita, eso no se dice.
Y Ximena, desde el piso, quiso saber:
-¿Para qué existen, mamá, las palabras que no se dicen?"
Malas Palabras – E. Galeano


Por supuesto que tiene alma caritativa. Pero no solidaria.

El contexto en que el Hombre Masa se cría le enseña desde bien chico todo lo necesario, para que entienda que ser pobre es un castigo .Obviamente, los encargados de que esto se retroalimente y funcione a la perfección, se cuidan de no darle a entender que los pobres son víctimas del sistema; por lo menos evitan responsabilizarse en forma total.

Más allá de vivir en una época totalmente lejana en el tiempo a la era victoriana, las secuelas de este nefasto período se cuelan entre los tubos y pantallas planas. La estigmatización y el etiquetaje, criminalizan a las víctimas. Raciosimio consume y consume, asimila y consume.

Y es entonces cuando empieza a confeccionar eufemismos, para evitar decir esa palabra; claro, el Hombre Masa es un ser educado, y no tolera ese lenguaje en su vocabulario.

En vez de decir pobre, dice niño carenciado; prefiere escasez a hambre –sobre todo porque le permite generalizar el término y extenderlo más-. Hasta que finalmente alcanza su punto máximo, y adquiere su vocablo predilecto: habla de inseguridad, la sinécdoque suprema.

Como profeta en tierra seglar, augura tragedias aun peores. Como siempre, repitiendo un discurso ajeno a él, Raciosimio vomita cada concepto contribuyendo a la segregación de los damnificados que él cree defender.

-Me da una lástima verlos en esas casitas humildes –se entristece.

El adjetivo sintetiza a la expresión profiláctica.