sábado, 18 de septiembre de 2010

Martirio

En el trayecto pensé muchísimas veces en renunciar, en dejarme caer, esperar lo inevitable. Pero fui fuerte y me rehusé; el pecho me dolía y la garganta se me había secado casi por completo, reclamando agua, me daba puntadas y me aquejaba desde hacía rato.
Mis piernas no resistían: sentía como los calambres se iniciaban en mis pantorrillas y entumecían los músculos; aunque muchas veces el pinchazo empezaba a la altura de la ingle. No entendía qué estaba pasando, nunca había sufrido tanto. Tampoco sabía por qué sufría.
Afuera estaba oscuro y frío. Había más como yo, que padecían lo mismo. El aire que se respiraba era nauseabundo, tanto por la humedad y los muebles vetustos, como por lo que nos sucedía a cada uno de nosotros. Algunos empezaban a desistir, a dejarse ganar.
Éramos víctimas de una enfermedad que aquejaba a un selecto grupo, enmarcados y etiquetados de forma arbitraria por una mano impune, fatua. El peor de los cánceres nos atacaba a nosotros, que indefensos y agotados por la lucha cedíamos. Muy pocos sobrevivían.
Los enfermeros decían que la causa a nuestra afección era la agitación desmesurada, producto de un virus que se temía pandémico. Los médicos le habían delegado la función de curarnos, y ellos cumplían con un riguroso pero sencillo tratamiento.
Sin embargo, para nosotros se tornaba cada vez más evidente que todo era experimental. Nos sometían a estudios de una peste que nosotros no sufríamos, que no clasificábamos como dolencia, hasta el momento en que esas extrañas ambulancias nos cargaban como si fuéramos maniáticos, dementes. La cuarentena era sumamente estricta, nadie nos visitaba.
Finalmente me entregué a la suerte, me dejé morir. Quería deshacerme del dolor y no había mejor forma. Por fin era libre.
Lo último que alcancé a escuchar, fue la charla entre dos enfermeros: “parece que hay un nuevo brote; ahora piden por un boleto estudiantil”.