jueves, 28 de octubre de 2010

Yuyos

“Cuando los elefantes luchan, la hierba es la que sufre”. Proverbio africano


Se tocó la frente con la mano derecha, e inmediatamente, la gota de sudor que corría por el puente de su nariz, se desprendió y cayó sobre el papel; aunque también pudo tratarse de una lágrima, porque seguidamente empezó a llorar. Ni bien entró su mujer, arrugó el papel con las manos, se enjugó los ojos e intentó sonreír.

Carla se sentó frente al mate que había dejado listo antes de ir al baño y cebó por primera vez en la mañana. El agua estaba algo fría, pero no tanto como la mañana; muchísimo menos aún, que la realidad de esta familia golpeada por la más cruda de las pobrezas.

Tres niños y una beba completaban esta pequeña comunidad: Gastón, de 15 años, Eloy de 11, Fermín de 7 y Florencia, la beba de 9 meses. Gastón era el único que entendía lo que pasaba; había dejado la escuela para ayudar a su padre en la carpintería que hacía dos generaciones, intentaba sustentar esta familia. El resto vivía en una burbuja pueril, entre corridas y juegos en los pasillos del barrio.

En el tiempo que Gastón se tomó para acompañar a sus hermanos al colegio, Carla aprovechó para preguntarle a Gustavo por el papel que acababa de tirar. Por un instante, él pensó en ocultarle la verdad, en decir que sólo se trataba de basura política y promesas de las candidaturas que tan lejos les pasaban a ellos, pero finalmente lo escupió.

-Nos van a rematar la carpintería, el juez va a embargar todo –dijo-, y rompió nuevamente en llanto.

-¿Y nosotros?- aunque intentaba disimularlo, Carla también sollozaba.

-No sé, no sé.

Cuna del más burdo clientelismo, el barrio sufría la venganza de la gestión que sucedía a la única administración que por ellos se había preocupado –favor de relacionar este concepto con el de clientelismo anteriormente nombrado-.

La desolación llenó cada rincón de la casa, la disputa por el poder los dejaba sin nada. El juez afín al nuevo mandato cumplía con su burocrática función, cosificando en un telegrama, a toda la familia Vegnaduzzo; sin aviso ni derecho a réplica, el taller de carpintería se esfumaba junto con cualquier tipo de ingreso.

En ese momento, Gastón irrumpió en la cocina sin cerrar la puerta de chapa.

-Hay un camión en la puerta del taller, se están llevando todo- balbuceó la nueva mala noticia, un poco agitado luego de correr el camino entre la carpintería y la casa.

Tenía una marca en la cara; uno de los empleados lo había golpeado en su intento por frenar el desmantelamiento.

-No hay nada que hacer- se lamentó Gustavo-, la deuda que tenemos es muy grande, si insistimos la vamos a sacar peor.

Carla se mantenía callada frente a la pava ya helada. Su hijo se tomó la cabeza, arrastrando el corto flequillo hasta la coronilla y tirando hacia arriba; la frustración ya se amalgamaba a la desesperación.

Finalmente hizo la pregunta que ninguno de los tres quería escuchar:

-¿Y nosotros? ¿Qué vamos a hacer para vivir?

Gustavo tomó a Gastón del brazo y diciendo “ya venimos”, lo llevó fuera de la casa.

Caminaron cerca de veinte cuadras, mudos, pateando piedras, sin mirarse, cuando repentinamente, un colectivo dobló en la esquina y frenó delante de ellos. Dos hombres de traje bajaron del vehículo, uno de ellos cargaba una carpeta llena de papeles. El otro les pareció estar desarmado, hasta que una correntada de aire le permitió a Gustavo divisar un arma bajo la solapa del saco, que cubrió nuevamente sin que Gastón llegara a percatarse.

-Buen día- vociferó el más bajo de los dos, que cargaba el revólver, y sin esperar respuesta prosiguió- estamos buscando voluntarios.

-¿Para qué?- contestó de mala gana Gustavo. Lo que había visto le provocaba temor y rechazo, sobre todo por Gastón.

-Cálmese hombre, que lo que vengo a ofrecer les va a interesar a los dos, estamos hablando de cien pesos para cada uno por unas pocas horas en la plaza Roca.

El chico no ocultó su entusiasmo.

-¿Qué hay que hacer?- inquirió con éxtasis.

-¡Esa es la actitud que buscamos!- exclamó el hombre- se trata de un reclamo del pueblo contra Leiva.

Héctor Leiva era el nuevo gobernador, al que el juez responsable del embargo de la carpintería respondía. Los dos dejaron de escuchar, ya los habían convencido; era la mejor revancha.

El hombre de la carpeta habló por primera vez.

-Llenen el formulario y pónganse esta pechera, el colectivo los va a llevar hasta la plaza.

-¿Y esta hoja?- preguntó Gustavo, señalando una carilla escrita en su totalidad; él no sabía leer.

-Es el convenio que firman con nosotros para aclarar los detalles del cobro- respondió quien les acababa de dar las hojas.

-Pero ni hace falta que lo lean, pueden confiar en nosotros- chicaneó el otro hombre, al ver a Gastón leyendo los primeros puntos.

Al chico no le importaba mucho, estaba contento con el dinero que iban a recibir. Gustavo estaba pensativo, pero le duró muy poco. Un rato después el colectivo llegaba a una plaza repleta de manifestantes, enfrentados a una policía que se encargaba de custodiar la casa de gobierno.

El ruido de bombos y las consignas expresadas en los cantos lo extrajeron de su meditación. Tomó a su hijo nuevamente del brazo y le pidió que por favor no se separara de él. Juntos bajaron del colectivo ante la mirada atenta de una veintena de hombres de la comisaría primera montados a caballo. El joven recibió un redoblante y comenzó a marchar detrás de una de las banderas sin que su padre se percatase.

Cuando Gustavo se dio cuenta de la ausencia de su hijo, Gastón ya estaba casi setenta metros más adelante. Comenzó a gritar su nombre, pero se había ido demasiado lejos y el ruido era ensordecedor; decididamente empezó a avanzar, esquivando personas y pancartas. Finalmente, hizo contacto visual con su hijo y corrió en su dirección, pero cuando estuvo a menos de diez metros de él, cayó la primera granada de gas lacrimógeno y el caos se adueño de la situación.

La represión fue brutal; era una de las pocas veces que la discriminación no operaba: los palazos fueron para todos.

Gustavo se tapó la cara con el chaleco y se cubrió como pudo de los golpes, su preocupación por Gastón era la dosis de morfina justa.

Los primeros disparos se oyeron a las siete, cuando el sol caía, dicen que hubo algunos más cerca de las nueve, pero él no los escuchó. La gente abrió un claro en el medio del tumulto, y fue cuando vio a su hijo empapado en sangre; un balazo se le había metido por la espalda, destruyendo primero dos vértebras y después el corazón.

Nuevamente tomó a Gastón del brazo –esta vez inerte-; un palazo lo durmió.

Amaneció en un calabozo y fue liberado tres días después, totalmente golpeado y maltratado, preguntando por su hijo. Había sido carne de cañón, en una lucha totalmente ajena a él y su familia. El caso estuvo tres días en los medios; los mismos que Gustavo en la comisaría.

Todos se preocuparon por saber quién había sido Gastón Vegnaduzzo; nadie se desveló por saber qué iba a ser de su familia.

lunes, 4 de octubre de 2010

Capítulo IV: Raciosimio y sus semejantes

Como no podía ser de otra manera, la ley de la selva rige en esta comunidad de caníbales mediáticos engendrados por lo efímero. No se puede subir al techo –que cada vez se arquea más bajo- sin enterrar bien profundo en el barro la cabeza del prójimo.
-¿Prójimo? -pregunta Raciosimio; claro es una palabra muy “progre”, que por suerte el “palito de abollar ideologías” –inmejorable definición de Miguelito- logró erradicar. “Socio” y “afiliado” son los apelativos presagiados por un sistema que sin fin de lucro de por medio, prefiere evitar el lazo afectivo.
En esta sociedad ermitaña, se elige hablar de “próximo”, como construcción netamente interesada, como obra de la inmediatez; la instantaneidad regula todas las relaciones en esta manada, donde gobierna el que más fuerte grita.
Lo que no saben los Hombres Masa, es que la intensidad de lo que se dice poco importa a quienes detrás de bambalinas encausan el mundo. A partir del reflejo instintivo, el discurso se propaga entre estos seres que se disputan las sobras de un festín al que no son invitados.
De esta manera, funcionales al régimen, se tornan seres pasivos, intrascendentes; aunque inconscientemente incuban el germen que renueva el ciclo: la esquizofrenia brota y se dispersa de manera descontrolada. Desconfianza y especulación conforman la amalgama que caracteriza las relaciones de esta comunidad.
Es así, como los dueños de la verdad y el universo, forjan una bestia que sólo ellos pueden manipular, que sólo ante ellos se muestra dócil; tampoco debe olvidarse, que al fin de cuentas, este dios creó al hombre a imagen y semejanza.