lunes, 18 de julio de 2011

Sometimientos

Escuchó un portazo y dejó las bolsas en la mesada; cayeron con tanta pesadez que casi la mitad de los huevos se rompieron, cubriendo de clara el resto de la bolsa. A toda velocidad, salió de la cocina y por el ventanal del living, vio la figura de ella, tan perfecta como siempre. La miró hipnotizado por su esbelto cuerpo, mientras ella, descalza –o eso le parecía ver desde el umbral de la cocina-, subía a su auto. Tras un bocinazo se alejó de la casa.

El sonido casi rechinante lo sacó del trance y rápidamente tomó las llaves de su Renault Fuego. Con la mirada perdida en la extraña patente del coche de la mujer, se olvidó por completo del velocímetro; su pie presionaba fuertemente el acelerador y el paisaje de la ciudad a los costados del auto se hacía cada vez más borroso.

Recién en las afueras de la urbe, ella detuvo la marcha, bajó del vehículo y –todavía descalza- se metió entre los matorrales. Él, mientras disminuía la marcha, miraba anonadado la actitud de la mujer. Finalmente, frenó. Estaba profundamente perdido en la figura de ella, sus ojos se clavaron en su cuello una vez más.

Pero entonces, se produjo un destello por el reflejo del sol en su colgante, y al momento que la mujer se desvanecía, oyó el último de los tres agudos sonidos de una locomotora, que al tomar la curva final antes de los dos kilómetros de recta que restaban hasta la estación, se encontró con una cupé sobre las vías, ya sin posibilidad de frenar.

El auto -deformado- fue arrastrado casi trescientos metros.


-¡Dale! Vení de una vez –reprochó Marcelo.

-Estoy en eso, perdoname –contestó tímidamente Verónica- No sabía que era tan urgente.

-¿Es necesario que te lo repita? Dale, haceme el favor.

Ella, hostigada, consumida por dentro, sin vida, sin color. No podía dejar de amarlo. Estaba cegada –en realidad no, pero cuando sopesaba todo en la balanza, se convencía de que los problemas no eran tan funestos-.

Él, era el norte de la pareja. Él sabía qué convenía, qué no. Le daba la ilusión del control, cuando en algunas decisiones la consultaba con un “¿qué decís?” o un “¿qué te parece”, pero por dentro el sadismo colmaba su ser; era muy persuasivo.

Verónica se hizo a un lado sin dejar de ver a su novio. Lo veía poderoso; descomunalmente poderoso. Pero creía que a pesar de esa gran potestad, el altruismo se hacía presente en cada acto suyo. Era muy persuasivo.

Le dio la agenda que Marcelo había pedido que le alcanzase y –crédula- se quedó un rato mirando, esperando alguna respuesta, algún agradecimiento. Pero Marcelo, ni siquiera la miró. Comenzó a hojear el cuadernito, buscando el teléfono de Alejo, quien sería su compañero de salida esa noche, rumbo al bar de siempre; era costumbre bien de ellos, salir a ver a San Lorenzo al bar de San Juan y Boedo.

Tuvo que leer varias veces el número, porque Alejo había entrado a trabajar en la oficina hacía no más de dos semanas, y Marcelo todavía no sabía el interno de memoria.

En el bar, el clima deportivo era inconfundible; cerca de sesenta personas con la cabeza levemente inclinada hacia arriba y la vista perdida en lo que sucedía en el estadio de Newell’s. Como en un cuadro, todo estaba prolijamente ordenado. Pero había un detalle que hacía única a la escena; la pasión futbolera de Marcelo –más allá de su fanatismo-, había sido franqueada por una mujer hermosa.

Rubia, sensual y –lo que más llamó su atención- solitaria. Recostada sobre la barra bajo el cartel que apuntaba a la salida de emergencia, estaba bebiendo alguna bebida blanca. Con la mirada perdida, revolvía el contenido del vaso. Entonces, Marcelo le dio la última pitada al cigarrillo negro y se alejó de su mesa en dirección a la chica; en ese momento –y por un breve instante-, la atención de Alejo se desvío ante la incomprendida actitud de su amigo, aunque rápidamente volvió los ojos a la caja plástica.

-¿Estás perdida? –preguntó con su voz ronca Marcelo.

-No –dijo tímidamente la chica-. En realidad estoy nerviosa por el partido.

Cuando terminó de decir esto, un leve movimiento de su cabeza develó un pequeño tatuaje en el cuello, cerca de su oreja.

-Vamos a salir adelante, es una racha no más –tranquilizó el hombre-. ¿Qué es el dibujo que tenés en el cuello?

-Un cuervo –respondió ella, al mismo tiempo que Marcelo sentía cómo algo lo recorría por dentro-. No sólo por mi inclinación futbolera. Lévi-Strauss dice que son mediadores entre la vida y la muerte.

-¿Y eso por qué? –inquirió con curiosidad.

-Es una carga que llevo conmigo, me recuerda siempre que cuando yo nací le causé la muerte a mi madre.

-Pero vos no tenés la culpa –respondió Marcelo con una incomodidad evidente.

-No te preocupes, ya está saldada la crisis afectiva desde hace tiempo.

Marcelo sentía que había entre ellos una conexión diferente. Lo que él no sabía era que la frialdad de ella configuraba ese sentimiento extraño.

El bar estalló con el gol y ellos se abrazaron, sin querer, sin meditarlo. Disfrutaron mucho del gol, pero mucho más del saludo estrujado de ellos.

Charlaron cálidamente hasta que el partido terminó y ella se fue. Antes, Marcelo preguntó por su teléfono y coordinaron verse alguna de las noches siguientes. Muy poco tardó en desaparecer la silueta de Romina –como le dijo que se llamaba- entre toda esa gente contenta por el triunfo, que cortaba una seguidilla bastante extensa de partidos perdidos.

El encuentro transformó radicalmente la relación con Verónica. Se puso menos controlador, más desinteresado. Tornó el sadismo en desgano, y el egoísmo en más egoísmo.

Verónica no entendía qué pasaba; lo notaba raro, rarísimo. Era más libre, pero sin embargo se volvió más dependiente. Lo amó más pero por la idealización aun mayor del antiguo Marcelo. Y se entristeció. Y se culpó.

Ahora se preocupaba más que antes por el bienestar de su novio. Le daba todos los gustos –incluso aquellos que alguna vez había negado en la cama-. Pero Marcelo estaba cada vez más lejos, pensando primero en el cuervo, como excusa para acordarse de Romina; después sí, meditaba sobre ella. Imaginaba y estudiaba encuentros posibles, charlas factibles, risas ocasionales, besos improbables.

Hasta que se decidió y la llamó.

-Hola, ¿quién habla? –se escuchó en su teléfono.

-Hola, ¿Romina? –preguntó nervioso.

-Sí, ¿quién es?

-Hola –repitió-, soy Marcelo, hablamos el otro día en el bar…

-Aah, sí –interrumpió ella-, el que no dejaba de mirarme el tatuaje.

Del otro lado él se puso colorado, y aunque no fuera necesario, intentó disimularlo.

-Sí, me llamó la atención el dibujo, pero sobre todo su significado –Y cambiando de tema, se animó- ¿te parece si nos juntamos, tomamos algo y vemos el partido?

-Claro –respondió- ¿En el mismo bar?

-No, prefiero algún lugar más tranquilo, ¿te parece en mi casa?

Sabía que Verónica se iría a lo de una amiga esa noche, por lo que podría verla tranquilamente allí.

Ante la respuesta positiva, Marcelo le dio su dirección, fijaron una hora y se despidieron.

Esa noche se vieron y poco les importó el partido.

-¿Puedo sacarme los zapatos? –Preguntó Romina- Me aprietan los pies y me molesta. La opresión me fastidia.

-Claro –dijo Marcelo, sorprendido, aunque rápidamente le pareció sólo un detalle.

Hablaron y se conocieron el uno al otro; y se reconocieron el uno en el otro. Cuando ya no hubo más de qué hablar, ella dio el primer paso y lo besó. Marcelo sintió de nuevo todo lo del abrazo en el bar. La noche fue ideal.

Más allá de lo sucedido el día anterior, Marcelo ya no sentía lo mismo por Verónica y se lo hizo saber –aunque omitió el encuentro con Romina-. Verónica murió por dentro, prensada por cada palabra que salía de la boca de Marcelo. Cuando terminó, le dijo que iría a la casa de sus padres y salió. En la residencia, quedaba lo poco que aguantó de ella, pálida y callada; vacía.

Lo que siguió en la vida de Marcelo fue inmejorable. La felicidad amanecía cada mañana con él. Estaba perdido en Romina, radiante de alegría. Ya no necesitaba imponerse; sentía que no era necesario.

Pero a veces era ella la que parecía imponerse; y se notaba. Poco tardó en darse cuenta, quizás una semana, y la relación ya no era lo que esperaba. Empezó a parecerle que cada vez decidía menos y era más condescendiente. Cuando se veían no era lo mismo; se estaba volviendo loco.


Su última madrugada fue trágica. Bebió durante largas horas, para olvidarse de las preguntas. Sin saber por qué, borracho, fue al almacén, llenó un canasto con porquerías –incluso con media docena de huevos-, pagó, y ante la mirada atónita del dueño del local, salió para su casa; la que supo compartir con Verónica.

Cuando escuchó el chasquido de una llave en la puerta de entrada, soltó las bolsas, dejando caer el contenido sobre la mesada. La vio por la ventana y lo más rápido que pudo intentó subirse a su cupé. Salió con tanta velocidad, que no llegó a ver a su antigua novia, que estaba al lado de la puerta.


La noticia fue trágica para Verónica, que lo lloró hasta secarse. Todavía, incluso en la muerte, seguía siendo persuasivo.