viernes, 13 de abril de 2012

Ser

Cuando a Sebastián se le plantearon las opciones de forma tal que se excluían una a la otra, entró en crisis. Y entró en esa crisis -grave, molesta, incómoda- de personalidad.
Desde chico, se crió mirando en su entorno a las personas que iba eligiendo como modelos a seguir. Cada vez que actuaba, buscaba en ellos la aprobación del proceder diario; presionado por la mirada atenta de los demás, reflexionaba cien veces antes de obrar. Aun así, nunca quedaba satisfecho.
Hacía muy poco, Ramiro, un gran amigo de su hermano, había llevado algunos volantes y gacetillas del frente donde militaba, sobre la situación en la que vivían las familias de un barrio no muy alejado del centro de la ciudad. Sebastián sentía una gran admiración por Ramiro, de esas con las que uno llega a absorber –y a veces acatar- prácticamente sin procesar lo que se escucha. Su fascinación había nacido con los primeros mates que compartieron con él y su hermano, cuando ellos dos comenzaron a cursar en filosofía.
Enseguida se sumergió en los papeles que Ramiro llevó y trató de comprender cada detalle de la lucha desatada. Cuando su papá salió de la cocina y lo vio leyendo, no le gustó en lo más mínimo ver a su hijo ojeando el material que Ramiro difundía.
-¿Qué hacés con eso? ¿No ves que está lleno de slogans escritos por reaccionarios? – le dijo. Y le dolió; como pasa en casi todas las relaciones con un padre, el respeto y la admiración se arraigan fuertemente en la esencia del hijo.
-Leo, quiero saber de qué se trata. ¿Por qué sos tan cerrado? Son ideales por los que ellos deciden pelear. Me interesa saber de qué se trata.
-Mirá, haceme el favor, no te metás. Esas cosas no llevan a ningún lado, sólo generan resentimiento -cuando dejó la habitación, lo hizo tan ofuscado, que no notó que no había saludado a Ramiro-.
Por supuesto, como cada vez que actuaba, Sebastián buscó encontrar algún punto de concordancia, que le permitiera no defraudar ni a su padre, ni al amigo de su hermano. El nudo en el estómago le apretaba más y más.
Esa noche no pudo pegar un ojo. Estaba ansioso, tedioso. Se levantó convencido de que tenía que ir a la marcha, que tenía que ver de qué se trataba. Pensaba que no podía definirse sin conocer absolutamente nada. Salió a la calle y caminó hacia la parada, no dejaba de reflexionar. El colectivo no tardó ni diez minutos.
Pero algo extraño le pasó- Al menos a su parecer. Cuando la máquina le dio el vuelto del pasaje, le toco una moneda rara; estaba como gastada y marcada por el paso del tiempo y las costumbres singulares de antiguos usuarios –parecía, por ejemplo, como si alguien la hubiera raspado contra una pared mientras caminaba-.
Fue ese pedazo de metal, el que lo hizo cuestionarse una vez más, si realmente estaba haciendo las cosas bien; o al menos si estaba convencido. El trayecto se le terminó rápido, porque llegó en muy poco tiempo al lugar de la marcha, donde se encontró con Ramiro, y de manera casi mecánica su cerebro procesó todo en un segundo y se lo escupió al militante, que nada entendió.
-¿Cómo elige uno lo que es? ¿Es lo que quiere ser? –y sin darle tiempo a responder, siguió- ¿Se elige ser lo que se es? ¿O se es lo que se puede? [1]
Antes de bajarse del colectivo ya había determinado que dejaría su decisión al azar; lanzando esa moneda, que el destino le había regalado, resolvería si quedarse en la marcha o hacerle caso a su padre y no entrometerse.
Sin embargo, cuando tiró la moneda al aire, le pareció estúpido, y una vez más su cerebro actuó en un segundo.
La moneda cayó y el no miró, en ese momento pensó que lo mejor era embarrarse, acercarse a la gente de ese barrio en decadencia.
Finalmente, eligió ser el mismo.
Y Ramiro –que nunca respondió- se quedó pensando.


[1]Aunque cuando narró la historia, dijo que no estaba seguro si había conjugado el verbo “ser” o “pensar” (Nota del autor).

viernes, 30 de marzo de 2012

Capítulo VIII: Raciosimio y los haraganes

Convencido de su rol como intelectual orgánico (aunque está clarísimo que él no se define así, porque no sabe ni quién es el italiano, ni qué dice; ni la más mínima idea), actúa de manera inversa; bajando inconscientemente, desde la cúpula en donde los titiriteros operan, consignas para transformar y domar a las bases, tratando de quitarles poco a poco su identidad “revolucionaria”.

Así, generando el antibiótico con el cual marchita su conciencia social, va dando lugar a esos conceptos predigeridos –con los que también enfrenta a Raciocinio-, que ponen el foco de la lucha bien lejos de los dueños de La Verdad.

Surgen entonces, esos estereotipos[1], que potencian al remedio contra su síndrome gregario. Raciosimio, en su cuarentena habitual disfrazada de zapping, da forma a la tesis que termina de romper todo tipo de relación con su entorno. Curiosamente elige un sinónimo de “masa” y entonces habla de “esa manga de vagos”. Y ahí, en esa frase, los encierra a todos: manifestantes, piqueteros, “esos” los de los planes sociales, todos; ninguno escapa a su criterioso ojo, que con forma de dedo señala y señala a mansalva.

Por supuesto, termina siendo englobado por su propia definición; Raciosimio es un vago, que elige repetir por sobre comprender.