Como cada mañana, leyó el diario intermitentemente, bebiendo de a sorbos el té siempre sobrecalentado. Como no tenía tiempo, la lectura se hacía velozmente; un título tras otro, le permitía al menos, estar al tanto de los hechos más relevantes de la agenda.
Cuando terminaba –previo paso por el horóscopo del día-, cerraba con cuidado el periódico y lo doblaba prolijamente por la mitad. Era muy minuciosa y el papel arrugado le irritaba cada vez que al volver del trabajo se sentaba en el sillón estilo Voltaire y notaba que su hermano otra vez había complementado su quehacer fisiológico con alguna lectura esporádica; el diario era devuelto a la mesa ratona con considerables arrugas, cuando no desgarrado por pifiadas en el sudoku.
Después de cerciorarse de que los pliegues estuvieran bien hechos, descolgaba el gamulán del perchero, lo abotonaba hasta arriba y salía con la cartera de turno hacia su oficina. Las manos buscaban calor en los bolsillos, mientras los hombros casi parecían querer juntarse por delante de su busto. La mirada siempre iba fija, en dirección al suelo. Así caminaba cada una de las cuatro cuadras hasta la multinacional donde la esperaba su oficina.
La rutina y el estrés la carcomían tanto como el menú ejecutivo que el breve tiempo de almuerzo le permitía. Tras una pasada por el toilette, volvía a su cubículo a seguir ideando estrategias de marketing como una autómata durante cuatro o cinco horas más. Cuando por fin llegaba a casa, lo hacía apagada y sin ánimo para mucho, sólo el suficiente como para hojear una vez más el diario ya arrugado.
Cada uno de los seis días laborales, eran así de calcados en la cotidianeidad de Laura. No tenia tenía tiempo para buscar otro trabajo; al final de la cadena de su tobillera se había formado una inmensa bola de hierro, como resultado de préstamos y cuotas pendientes.
Sin embargo, su rutina recibiría un duro y silencioso revés.
La relación entre el grupo empresario y los directivos de la agencia de noticias, se venía desgastando hacía meses, pero por un acuerdo casi sectario, nunca iba más allá de las puertas donde el comité ejecutivo se reunía.
El vuelco fue inminente. Los dueños del medio periodístico organizaron su propio Proyecto Manhattan: la bomba que acuñaron fue volcada en la edición que esa noche se imprimía.
Como cada mañana leyó el diario intermitentemente, bebiendo de a sorbos el té extrañamente tibio. Como no tenía tiempo, la lectura se hacía velozmente; un título tras otro, le permitía al menos, estar al tanto de los hechos más relevantes de la agenda. Pero la tapa desorganizó su armonía. “Boreal Corporation rumbo al caos” recitaba el título de la nota que abarcaba más de media página.
Guiada por la desesperación, leyó rápidamente los primeros párrafos y tuvo que dejar los lentes sobre la mesa, para poder frotarse los ojos ya irritados.
Con la poca tranquilidad que aún le quedaba, subió los escalones uno por uno hasta la habitación que alguna vez habían ocupado sus padres y reviso cajón por cajón hasta que encontró el arma que allí escondía su hermano.
Con su mirada totalmente perdida, bajó y se dirigió al baño. Se sentó sobre el inodoro, empuñando el viejo revólver que ya ni recordaba cómo había llegado a la familia. Algunas lágrimas empezaban a mojar el papel, que curiosamente no tenía arrugas.
El sonido fue sórdido, la mano qué sostenía las hojas apretó con fuerza por última vez. Su hermano la encontró unas horas después.
“La empresa podría quebrar…” era el inicio del cuarto párrafo, que nunca alcanzó a leer, porque el desasosiego le ganó de mano. Sí lo vio su hermano, que con el mismo cuidado con el que dibujaba números del otro lado, marcó la frase presionando fuertemente la lapicera y lo llevó a la justicia.
En un principio, el diario opositor se prestó empático. Aunque de mucho no le sirvió. Al parecer la nota se habría perdido en alguna batalla mediática.