Jueves 23 de septiembre de 1976:
Me levanté de la butaca y recorrí el pasillo con los ojos; mi estado de shock todavía mostraba sus secuelas. Bajé detrás del hombre de saco marrón que había estado mirándome durante todo el vuelo. Tuve la impresión de que lo conocía, pero no sabía de dónde.
Dos años delante de esa máquina de escribir me habían bastado para ganarme el rótulo de subversivo. Habíamos fundado un semanario de muy poca tirada con un amigo, dedicado a dar voz a quienes no la tenían en diarios más importantes. Una de las últimas notas, dedicaba dos páginas a las familias que empezaban a preguntar por sus hijos y hermanos desaparecidos. Tres días después un grupo de hombres destruyó toda la oficina.
No sé si fue suerte, pero yo no estuve ese día. De los que trabajaron esa fecha no supimos más. Fernando me llamó de inmediato y me advirtió de las agendas y nuestros números; tomé el primer avión a Chile y de ahí partí hacia Francia.
El aeropuerto de París era inmenso, estaba repleto de gente pero yo me sentía muy sólo. Estaba arrepentido de no haber convencido a Fernando. Sorpresivamente, una voz interrumpió mi divague.
-Comment ça va? –dijo un hombre que parecía de seguridad.
-Disculpe, no le entiendo –respondí con temor- english?
Creo que me contestó, pero no le presté atención; los músculos de su cara se habían llenado de incertidumbre con cada término que había salido de mi boca. Decidí darme vuelta y emprender camino hacia la puerta, con la vaga idea de que “taxi” resultaría un concepto más universal. ¿Cómo podía ser que no supieran nada de español? Varios argentinos habían huido del país y ahora residían en la capital francesa; ¡algo tenían que saber!
Di el primer paso y no pude seguir. El oficial me había tomado y me hablaba casi gritando, pero yo seguía sin entender. Toda la gente alrededor miraba estupefacta mientras yo intentaba explicarle mi situación; por supuesto, no nos entendimos.
Fue entonces, cuando el hombre de saco marrón se acercó. Su cara era algo extraña: tenía las cejas muy tupidas, pero lo que más resaltaba era su profunda mirada. Logró calmar al hombre, que atinó a expresar sus disculpas –según me contaría mi salvador después- y se escurrió entre la gente. Finalmente, rompió el silencio.
-¿Qué tal? –Saludó con voz algo ronca, quizás por el cigarrillo, mientras estiraba su mano para estrecharla con la mía- Julio Cortázar.
-Ja… Javier Baltasar –el balbuceo era síntoma de su presencia- Disculpe, pero no lo había reconocido, ¿qué le dijo al guardia?
Cortázar me contó que le había explicado que era amigo suyo, que estaba de visita en el país; la mentira, según dijo, me ahorraría la espera por averiguación de antecedentes y demás cuestiones burocráticas. Me había ayudado, porque en mi cara pudo reconocer el miedo cristalizado en cada facción, como resultado de la persecución.
La razón por la que estaba en el avión, se debía a un viaje que había decidido emprender tres años después de la muerte de Salvador Allende, a quien en 1970 había mostrado solidaridad con su gobierno en un periplo pasado.
Desde esa tarde, Julio –como empecé a llamarlo- me dio asilo en su hogar. Incluso me ofreció presentarme un amigo suyo que trabajaba en Le Monde, pero rechacé la propuesta; ya había hecho mucho por mí, y además quería iniciar otro proyecto.
No sé si fue por su aparición, o si realmente fue un acto de revelación mística de mi vocación, pero ni bien me mostró la habitación en la que dormiría, dejé la valija sobre la cama, apoyé la máquina de escribir sobre el viejo escritorio de roble y me lancé a mecanografiar.
Domingo 25 de marzo de 1979:
Ya pasaron dos años y medio desde aquella tarde noche en el dormitorio del segundo piso, cuando empecé a escribir mi novela, y casi tres meses que la terminé. Mi buzón es una colección de cartas de rechazo de editoriales que se niegan a publicar mi libro, por temor a las represalias.
Sinceramente, la depresión me hunde cada vez más. Julio me dijo que debía tener paciencia, que intentase editar la novela en París, pero no quiero; creo firmemente que para desestabilizar este gobierno de miserables, necesito el apoyo de una editorial argentina. Una editorial que
Extraído textual del diario personal de Javier Baltasar. El periodista, escritor y novelista falleció esa misma noche calurosa por una insuficiencia cardíaca. Los doctores afirmaron que se trató de un cuadro de estrés muy severo, que posiblemente cargaba secuelas del trauma post-exilio.
De su libro Au Revoir –como nombra en cada hoja de su cuaderno íntimo- no se halló ninguna copia, aunque por el olor a quemado, se estima que pudo haber incinerado el original debido a su psicosis depresiva.
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