miércoles, 29 de diciembre de 2010

No te quedes conmigo

“No te salves”.

Lo leyó una y otra vez como buscando encontrar una nueva interpretación en cada ojeada; pero Benedetti fue claro. Le dolía su egoísmo visceral en lo que se había tornado la indiferencia pueril que tanto había cargado en su adolescencia. Para peor, a él lo habían salvado; pero se había olvidado en la rutina de la comodidad.

Tirado en el sillón daba lástima. El cuello le dolía de lo mal apoyado que estaba, casi desparramado en la suavidad del rincón –hasta ese entonces tranquilo- que había reservado para él. Jamás pensó en cuestionar nada; su burbuja lo mantenía al amparo del germen del compromiso.

-Dale, levántate y dejá de joder – exigió Pablo, al tiempo que veía el pequeño libro de bolsillo del poeta uruguayo-. ¿Qué hacés leyendo eso, te las das de intelectual ahora?

Ni se preocupó por contestar, estaba perdido en su cabeza, divagando entre los pensamientos.

Se levantó y cerró el placar, decidido a cambiar la cara. Pero era difícil, algún bicho extraño lo había picado; le resultaba realmente muy difícil hallar un punto de partida a su congoja.

Caminaron un poco y se tomaron un tren a Retiro, desde donde irían a La Plata a visitar un amigo.

-Dale, ¿qué te pasa? –reprochó otra vez su amigo-, estás raro.

-¿Qué pensás de la vida vos? – escupió Francisco.

-¿Eh?

La pregunta era claramente inesperada y tomó a Pablo tan desprevenido, que en su cara se dibujó una mueca horrenda.

-¿De qué hablás?

-De… de la vida – al principio dudó un poco, pero se convenció -. Sí, de la vida, de lo que nos tocó a nosotros, de lo que otros no tienen. De nuestros caprichos inf…

Pero Pablo lo interrumpió.

-No entiendo a dónde querés llegar –más allá de no comprenderlo mucho, prosiguió-, pero creo que no se trata de lo que otros no tienen, sino de lo que uno hace para progresar y no ser un vago.

-¡Ahí está! – Francisco parecía haber encontrado un esbozo de respuesta-. ¿Por qué vagos? ¿Y nosotros no estamos siendo vagos, sin hacer nada?

-¿Nada? –su ceño se frunció severamente; se estaba irritando y perdía la paciencia- Estudiar y aspirar a seguir el legado familiar no es “nada”.

-Entonces para prosperar habría que idear la forma de crear moldes, para ahorrarnos todo el proceso educativo que para lo único que sirve es para que perdamos tiempo valioso –ironizó con gestos y muecas sobreactuadas-.

Francisco empezaba a hilar todas las conclusiones de los libros que había estado leyendo a lo largo del año, que un compañero de la facultad le había recomendado. Poco a poco Freire, Urondo, el mismo Benedetti, se abrazaban en una comunión de conclusiones, que hacía un tiempo venía masticando con la cabeza apoyada en la almohada.

-¿Y qué pretendés que hagamos? –preguntó Pablo.

-Fomentar el cambio, alentar la salida. No tiene que ser todo así porque sí.

-¿Por qué? –cuestionó nuevamente su amigo-, si así estamos bien.

Pablo parecía no notar la postal de penuria que cubría los alrededores de Retiro. A Francisco algo le dolió adentro, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

-Dejá, tenés razón –le dijo finalmente, con la voz algo quebrada, antes de bajar del tren-. Pero no te quedes conmigo.

martes, 16 de noviembre de 2010

Au Revoir

Jueves 23 de septiembre de 1976:

Me levanté de la butaca y recorrí el pasillo con los ojos; mi estado de shock todavía mostraba sus secuelas. Bajé detrás del hombre de saco marrón que había estado mirándome durante todo el vuelo. Tuve la impresión de que lo conocía, pero no sabía de dónde.

Dos años delante de esa máquina de escribir me habían bastado para ganarme el rótulo de subversivo. Habíamos fundado un semanario de muy poca tirada con un amigo, dedicado a dar voz a quienes no la tenían en diarios más importantes. Una de las últimas notas, dedicaba dos páginas a las familias que empezaban a preguntar por sus hijos y hermanos desaparecidos. Tres días después un grupo de hombres destruyó toda la oficina.

No sé si fue suerte, pero yo no estuve ese día. De los que trabajaron esa fecha no supimos más. Fernando me llamó de inmediato y me advirtió de las agendas y nuestros números; tomé el primer avión a Chile y de ahí partí hacia Francia.

El aeropuerto de París era inmenso, estaba repleto de gente pero yo me sentía muy sólo. Estaba arrepentido de no haber convencido a Fernando. Sorpresivamente, una voz interrumpió mi divague.

-Comment ça va? –dijo un hombre que parecía de seguridad.

-Disculpe, no le entiendo –respondí con temor- english?

Creo que me contestó, pero no le presté atención; los músculos de su cara se habían llenado de incertidumbre con cada término que había salido de mi boca. Decidí darme vuelta y emprender camino hacia la puerta, con la vaga idea de que “taxi” resultaría un concepto más universal. ¿Cómo podía ser que no supieran nada de español? Varios argentinos habían huido del país y ahora residían en la capital francesa; ¡algo tenían que saber!

Di el primer paso y no pude seguir. El oficial me había tomado y me hablaba casi gritando, pero yo seguía sin entender. Toda la gente alrededor miraba estupefacta mientras yo intentaba explicarle mi situación; por supuesto, no nos entendimos.

Fue entonces, cuando el hombre de saco marrón se acercó. Su cara era algo extraña: tenía las cejas muy tupidas, pero lo que más resaltaba era su profunda mirada. Logró calmar al hombre, que atinó a expresar sus disculpas –según me contaría mi salvador después- y se escurrió entre la gente. Finalmente, rompió el silencio.

-¿Qué tal? –Saludó con voz algo ronca, quizás por el cigarrillo, mientras estiraba su mano para estrecharla con la mía- Julio Cortázar.

-Ja… Javier Baltasar –el balbuceo era síntoma de su presencia- Disculpe, pero no lo había reconocido, ¿qué le dijo al guardia?

Cortázar me contó que le había explicado que era amigo suyo, que estaba de visita en el país; la mentira, según dijo, me ahorraría la espera por averiguación de antecedentes y demás cuestiones burocráticas. Me había ayudado, porque en mi cara pudo reconocer el miedo cristalizado en cada facción, como resultado de la persecución.

La razón por la que estaba en el avión, se debía a un viaje que había decidido emprender tres años después de la muerte de Salvador Allende, a quien en 1970 había mostrado solidaridad con su gobierno en un periplo pasado.

Desde esa tarde, Julio –como empecé a llamarlo- me dio asilo en su hogar. Incluso me ofreció presentarme un amigo suyo que trabajaba en Le Monde, pero rechacé la propuesta; ya había hecho mucho por mí, y además quería iniciar otro proyecto.

No sé si fue por su aparición, o si realmente fue un acto de revelación mística de mi vocación, pero ni bien me mostró la habitación en la que dormiría, dejé la valija sobre la cama, apoyé la máquina de escribir sobre el viejo escritorio de roble y me lancé a mecanografiar.

Domingo 25 de marzo de 1979:

Ya pasaron dos años y medio desde aquella tarde noche en el dormitorio del segundo piso, cuando empecé a escribir mi novela, y casi tres meses que la terminé. Mi buzón es una colección de cartas de rechazo de editoriales que se niegan a publicar mi libro, por temor a las represalias.

Sinceramente, la depresión me hunde cada vez más. Julio me dijo que debía tener paciencia, que intentase editar la novela en París, pero no quiero; creo firmemente que para desestabilizar este gobierno de miserables, necesito el apoyo de una editorial argentina. Una editorial que

Extraído textual del diario personal de Javier Baltasar. El periodista, escritor y novelista falleció esa misma noche calurosa por una insuficiencia cardíaca. Los doctores afirmaron que se trató de un cuadro de estrés muy severo, que posiblemente cargaba secuelas del trauma post-exilio.

De su libro Au Revoir –como nombra en cada hoja de su cuaderno íntimo- no se halló ninguna copia, aunque por el olor a quemado, se estima que pudo haber incinerado el original debido a su psicosis depresiva.

jueves, 28 de octubre de 2010

Yuyos

“Cuando los elefantes luchan, la hierba es la que sufre”. Proverbio africano


Se tocó la frente con la mano derecha, e inmediatamente, la gota de sudor que corría por el puente de su nariz, se desprendió y cayó sobre el papel; aunque también pudo tratarse de una lágrima, porque seguidamente empezó a llorar. Ni bien entró su mujer, arrugó el papel con las manos, se enjugó los ojos e intentó sonreír.

Carla se sentó frente al mate que había dejado listo antes de ir al baño y cebó por primera vez en la mañana. El agua estaba algo fría, pero no tanto como la mañana; muchísimo menos aún, que la realidad de esta familia golpeada por la más cruda de las pobrezas.

Tres niños y una beba completaban esta pequeña comunidad: Gastón, de 15 años, Eloy de 11, Fermín de 7 y Florencia, la beba de 9 meses. Gastón era el único que entendía lo que pasaba; había dejado la escuela para ayudar a su padre en la carpintería que hacía dos generaciones, intentaba sustentar esta familia. El resto vivía en una burbuja pueril, entre corridas y juegos en los pasillos del barrio.

En el tiempo que Gastón se tomó para acompañar a sus hermanos al colegio, Carla aprovechó para preguntarle a Gustavo por el papel que acababa de tirar. Por un instante, él pensó en ocultarle la verdad, en decir que sólo se trataba de basura política y promesas de las candidaturas que tan lejos les pasaban a ellos, pero finalmente lo escupió.

-Nos van a rematar la carpintería, el juez va a embargar todo –dijo-, y rompió nuevamente en llanto.

-¿Y nosotros?- aunque intentaba disimularlo, Carla también sollozaba.

-No sé, no sé.

Cuna del más burdo clientelismo, el barrio sufría la venganza de la gestión que sucedía a la única administración que por ellos se había preocupado –favor de relacionar este concepto con el de clientelismo anteriormente nombrado-.

La desolación llenó cada rincón de la casa, la disputa por el poder los dejaba sin nada. El juez afín al nuevo mandato cumplía con su burocrática función, cosificando en un telegrama, a toda la familia Vegnaduzzo; sin aviso ni derecho a réplica, el taller de carpintería se esfumaba junto con cualquier tipo de ingreso.

En ese momento, Gastón irrumpió en la cocina sin cerrar la puerta de chapa.

-Hay un camión en la puerta del taller, se están llevando todo- balbuceó la nueva mala noticia, un poco agitado luego de correr el camino entre la carpintería y la casa.

Tenía una marca en la cara; uno de los empleados lo había golpeado en su intento por frenar el desmantelamiento.

-No hay nada que hacer- se lamentó Gustavo-, la deuda que tenemos es muy grande, si insistimos la vamos a sacar peor.

Carla se mantenía callada frente a la pava ya helada. Su hijo se tomó la cabeza, arrastrando el corto flequillo hasta la coronilla y tirando hacia arriba; la frustración ya se amalgamaba a la desesperación.

Finalmente hizo la pregunta que ninguno de los tres quería escuchar:

-¿Y nosotros? ¿Qué vamos a hacer para vivir?

Gustavo tomó a Gastón del brazo y diciendo “ya venimos”, lo llevó fuera de la casa.

Caminaron cerca de veinte cuadras, mudos, pateando piedras, sin mirarse, cuando repentinamente, un colectivo dobló en la esquina y frenó delante de ellos. Dos hombres de traje bajaron del vehículo, uno de ellos cargaba una carpeta llena de papeles. El otro les pareció estar desarmado, hasta que una correntada de aire le permitió a Gustavo divisar un arma bajo la solapa del saco, que cubrió nuevamente sin que Gastón llegara a percatarse.

-Buen día- vociferó el más bajo de los dos, que cargaba el revólver, y sin esperar respuesta prosiguió- estamos buscando voluntarios.

-¿Para qué?- contestó de mala gana Gustavo. Lo que había visto le provocaba temor y rechazo, sobre todo por Gastón.

-Cálmese hombre, que lo que vengo a ofrecer les va a interesar a los dos, estamos hablando de cien pesos para cada uno por unas pocas horas en la plaza Roca.

El chico no ocultó su entusiasmo.

-¿Qué hay que hacer?- inquirió con éxtasis.

-¡Esa es la actitud que buscamos!- exclamó el hombre- se trata de un reclamo del pueblo contra Leiva.

Héctor Leiva era el nuevo gobernador, al que el juez responsable del embargo de la carpintería respondía. Los dos dejaron de escuchar, ya los habían convencido; era la mejor revancha.

El hombre de la carpeta habló por primera vez.

-Llenen el formulario y pónganse esta pechera, el colectivo los va a llevar hasta la plaza.

-¿Y esta hoja?- preguntó Gustavo, señalando una carilla escrita en su totalidad; él no sabía leer.

-Es el convenio que firman con nosotros para aclarar los detalles del cobro- respondió quien les acababa de dar las hojas.

-Pero ni hace falta que lo lean, pueden confiar en nosotros- chicaneó el otro hombre, al ver a Gastón leyendo los primeros puntos.

Al chico no le importaba mucho, estaba contento con el dinero que iban a recibir. Gustavo estaba pensativo, pero le duró muy poco. Un rato después el colectivo llegaba a una plaza repleta de manifestantes, enfrentados a una policía que se encargaba de custodiar la casa de gobierno.

El ruido de bombos y las consignas expresadas en los cantos lo extrajeron de su meditación. Tomó a su hijo nuevamente del brazo y le pidió que por favor no se separara de él. Juntos bajaron del colectivo ante la mirada atenta de una veintena de hombres de la comisaría primera montados a caballo. El joven recibió un redoblante y comenzó a marchar detrás de una de las banderas sin que su padre se percatase.

Cuando Gustavo se dio cuenta de la ausencia de su hijo, Gastón ya estaba casi setenta metros más adelante. Comenzó a gritar su nombre, pero se había ido demasiado lejos y el ruido era ensordecedor; decididamente empezó a avanzar, esquivando personas y pancartas. Finalmente, hizo contacto visual con su hijo y corrió en su dirección, pero cuando estuvo a menos de diez metros de él, cayó la primera granada de gas lacrimógeno y el caos se adueño de la situación.

La represión fue brutal; era una de las pocas veces que la discriminación no operaba: los palazos fueron para todos.

Gustavo se tapó la cara con el chaleco y se cubrió como pudo de los golpes, su preocupación por Gastón era la dosis de morfina justa.

Los primeros disparos se oyeron a las siete, cuando el sol caía, dicen que hubo algunos más cerca de las nueve, pero él no los escuchó. La gente abrió un claro en el medio del tumulto, y fue cuando vio a su hijo empapado en sangre; un balazo se le había metido por la espalda, destruyendo primero dos vértebras y después el corazón.

Nuevamente tomó a Gastón del brazo –esta vez inerte-; un palazo lo durmió.

Amaneció en un calabozo y fue liberado tres días después, totalmente golpeado y maltratado, preguntando por su hijo. Había sido carne de cañón, en una lucha totalmente ajena a él y su familia. El caso estuvo tres días en los medios; los mismos que Gustavo en la comisaría.

Todos se preocuparon por saber quién había sido Gastón Vegnaduzzo; nadie se desveló por saber qué iba a ser de su familia.