jueves, 14 de abril de 2011

Ese Vacío

Se abrió la puerta y entró. Detrás de él, se veía un cielo perfectamente gris sobre una ciudad acosada por la lluvia. Estaba empapado de pies a cabeza y de a ratos chasqueaba los dientes.
-¿Viste lo que nos hicieron? –preguntó mientras dejaba el bolso sobre una silla.
De la cocina, salió su mujer, con los guantes de goma todavía puestos.
-¡Sacá eso de ahí! –gritó, y justificó su orden -¿No ves que arruinás el tapizado?
¿Viste lo que nos hicieron? –volvió a preguntar –Parece mentira que lleváramos años trabajando ahí.
-Yo te dije que no jodas con los del sindicato. Desde que te las das de zurdito y revolucionario estás hecho un pelotudo.
Ni bien terminó el recitado, se dio vuelta y enfiló nuevamente a la cocina.
Carlos sintió herido su orgullo. Se sacó los zapatos –no quería darle más argumentos a su esposa, marcando los pisos con sus suelas húmedas- y fue hasta el baño, donde procuró secarse y buscar un poco de calor.
Se sentó sobre el borde de la bañera y pensó y recordó, y pensó y lloró; en silencio, claro. Se sentía plenamente culpable pero sobre todo perdido, desorientado, sin saber hacia dónde escapar.
Finalmente se decidió, y limpiándose la cara con el puño de la camisa, salió del baño. El recorrido a la cocina se le hizo eterno. Ahí seguía ella, ante un puchero -o algo así- que ella preparaba para los pobres, para que a partir de su gesto caritativo, el amor de ellos llenara su vacío existencial; ése bien de su clase.
Ni bien cruzó la puerta, casi que se atragantó con su nombre. Camila.
Ella se dio vuelta con los ojos todavía furiosos y sólo escuchó.
-Me voy –dijo con la voz quebrada –es lo mejor para los dos.


Sus cabezas habían cambiado por completo. Las sensaciones indescriptibles de amor, que todo lo pueden, que todo lo tapan, que todo lo omiten, habían mutado en un sabor inaguantable, como resultado de una rutina que procuraba mostrarlos cada día más auténticos, más intolerantes.
Se fue sin nada en las manos, y no porque haya decidido llevarse todo más tarde, sino simplemente porque tenía la cabeza ocupada en ese asunto del sindicato. La parada de planta fue una medida de fuerza que le pareció justa; el reclamo salarial era inaplazable.
Sin embargo, la represión jamás se cruzó por su mente. Mucho menos ese pibe muerto; Gastón. Creía que se llamaba, aunque no estaba seguro.
La cúpula entendió que algunas cabezas debían rodar y, obviamente, serían las menos importantes, las intrascendentes. Por eso, Carlos, recientemente afiliado, fue deglutido por aquellos hematófagos a través de un frío telegrama.
Subió las escaleras que conducían a la casa central, intentando ordenar las ideas, las palabras, al mismo tiempo que contaba una y otra vez hasta diez, tratando de calmar sus ansias.
Cuando llegó al primer descanso el granizo empezó a caer sobre una Buenos Aires totalmente gris. En ese momento, pensó vagamente en dar la vuelta, en abrir nuevamente las puertas vaivén de la entrada y salir al encuentro de alguna fría piedra salvadora.
Está claro que omitió el pensamiento y alcanzó el pequeño hall, donde detrás de un mostrador estaba Jessi, la simpática secretaria que hacía algunos meses le había pedido amablemente sus datos, para completar el formulario y entregarle el carnet.
-Señoor… -empezó a decir Jessi, estirando la “o” a más no poder, como cuando uno espera que el otro complete el dato faltante.
-Larousse –completó Carlos amargamente- vengo a hablar con Daniel Pistillo, sobre mi situación laboral.
-Aaay, lo lamento, pero el Señor Pistillo está ocupado en este momento, resolviendo cuestiones con la sede de Las Flores y no puede atenderlo- respondió. El tono de la secretaria fue igual de irritante que el de cualquier otra mujer desempeñando un trabajo similar, a la hora de dar una respuesta insoportablemente negativa.
Paradójicamente, la gran puerta de uno de los despachos se abrió, dejando paso a una exuberante mujer, y fue cuando Carlos pudo ver que se trataba de la oficina de la máxima figura del sindicato.
Haciendo oídos sordos a las palabras de la secretaria, se metió en el despacho de Pistillo.
La red conceptual que había organizado para no perder la compostura, mutó en una nebulosa de vocablos e ideas. De cualquier manera, ya era tarde; lo primero que salió fue un reproche en un tono nada amable. En seguida, exigió una explicación.
-¿Dónde está la defensa del compañero? ¿Dónde está el sindicato que se preocupa por cada uno de sus afiliados? –inquirió irritadamente, y continuó- al final, lo único que ustedes saben hacer es lobby.
-Son tiempos difíciles, tenga paciencia –respondió serenamente Pistillo- es cuestión de tiempo para que las cosas se reacomoden y el sindicato pueda volver a ubicar a cada uno de los veintitrés obreros perjudicados.
-Usted lo dice porque su posición es comodísima. Nosotros no podemos esperar más.
-Le repito, señoor…
Otra vez, escuchaba esa “o” alargada.
-Larousse, pero ¿qué te importa Pistillo? –respondió irritado –al fin y al cabo te vas a olvidar cuando pase por esa arcada.
Carlos dio media vuelta dando un portazo, al momento que dos de los pequeños vidrios del pórtico se astillaban.
Salió masticando más bronca que nunca. Sabía que la solución no estaba ahí, que lo tendrían de un lado para otro sin decirle nada en concreto, hasta que al fin pudieran resolver su problema. Un remedio que quizás tardaría meses en aparecer, más tiempo del que él se tenía permitido soportar.
Su celular hizo eco en su mente en blanco. Lo abrió y del otro lado oyó la voz de Gonzalo.
-Carlos, soy yo, Gonzalo –saludó.
-Sí, ya sé –contestó secamente –lo que no entiendo, es para qué mierda me llamás, después del quilombo en el que me metiste el otro día.
-Lo del otro día se nos fue de las manos, sabés que no fue culpa nuestra, sabés que lo nuestro es un reclamo digno.
-¿Y entonces cómo me explicás el enfrentamiento? ¿Cómo…
Pero Gonzalo lo interrumpió.
-No lo digas así, eso es lo que ellos quieren vender, lo que hubo fue abuso de poder –e indignado agregó –, represión.
-Llamalo como quieras, me da igual –la bronca brotaba nuevamente en Carlos. Él sabía que se estaba poniendo terco.
-Mirá, se va a solucionar, quedate tranquilo –y continuó –para lo que te llamo, es para convocarte a una nueva marcha, para reclamar por el pibe.
Carlos no podía evitarlo, era más fuerte que él. Sabía que lo que Gonzalo le decía era legítimo. Además quería estar en la marcha por aquel pibe que sentía tan cercano, aunque no recordara bien si efectivamente se llamaba Gastón.
Esa noche pudo dormir bien, sintió cómo empezaba a cerrar de a poco esa herida que había abierto el adolescente fallecido; esa herida que cicatrizaría el día que hubiera verdadera justicia.
Gonzalo lo había invitado a pasar la noche en su casa, tras la pelea con su mujer, y aprovechó el café de medianoche, para invitarlo al nuevo reclamo en la planta.
“No vamos a dejar entrar a nadie, a ninguno. Mañana no van a abrir”. Era lo último que le había dicho su anfitrión, antes de acostarse a dormir. Esa frase se repetía una y otra vez en su cabeza. La única forma de ser oído era reclamando con sus compañeros.
-“Mañana no van a abrir” –suspiró. Y se durmió.
Ese amanecer fue muy frío, todavía seguía nublado y el pronóstico había anunciado algunas tormentas aisladas.
Gonzalo y Carlos tomaron el colectivo hasta la empresa casi sin hablar. Allí se encontraron con el resto de sus compañeros; entre ellos, Carlos reconoció a varios de los que junto a él, habían sufrido las consecuencias de la anterior marcha. Al verlos, la imagen del cuerpo inerte del pibe de dieciséis años, se la apareció y lo sacó de esa calle por un momento.
Pensó en la familia del chico y en cómo continuarían su vida, sabiendo que ese vacío que dejaba Gastón no se volvería a llenar con nada. Y le pareció bien, ese vacío haría que no lo olviden, que lo lloren, sí, pero que no lo olviden. Ese vacío haría que lo honren.
-¡Eu, acá!
Uno de los tantos hombres allí interrumpió su divague, con un chasquido y el agradable convite de un mate.
-Gracias –dijo –pero voy a pasar, tengo una acidez insoportable. El dolor interno le molestaba; culpaba al café de la noche anterior.
Segundos después, sintió como el suplicio aumentaba y no podía aguantar más. Pero ya era ajeno a él. Otra vez la policía reprimía siguiendo las órdenes que venían de más arriba. Una lata de gas lacrimógeno había caído cerca de él, precipitando el malestar de su garganta.
Primero se arrodilló, apoyando la mano izquierda en el suelo para no caer, mientras con la otra se tomaba el pecho. Cuando cayó de costado, empezó a convulsionar. Después, quién sabe; qué importa. La represión se cobraba otra vida.
El médico dijo que había sido una úlcera agravada por el estrés y complicada aún más por una peritonitis.
Camila fue en cuanto pudo al hospital, donde incluso tuvo que ser atendida por un ataque de pánico. Estaba desolada, totalmente ida. Más allá de la discusión, confiaba en poder arreglar las cosas con su marido.
Del sindicato, sólo Gonzalo conocía a Camila –pero no demasiado-. Fue él quien la acompañó, mas no pudo consolarla. Ella casi no le prestaba atención; exceptuando los momentos en que lo miraba tajantemente.
Camila se paró, miró por enésima vez el reloj amurado en la pared del sector “G” del hospital y se fue. Creyó oír a Gonzalo, pero prefirió no darse vuelta.
Lloró lo que tardó en llegar al auto.
Cuando subió, se enjugó las lágrimas y se miró en el espejo retrovisor, buscando respuesta a todas sus preguntas; desde por qué a ella, que cumplía con su cuota social en cada puchero, hasta incluso cuestionar por qué había permitido que su marido se metiera con esa gente.
Arrancó el auto y manejó hasta la calle Gascón. Se detuvo un rato, desencadenando una ola de bocinazos y lo pensó otra vez.
Entonces se persignó y aceleró todo lo que pudo. El velocímetro marcaba casi ochenta kilómetros –lo que el breve recorrido le permitió acelerar- pero ella no lo notó. En su inconsciente se detuvo el tiempo, y tras el impacto, pudo ver por la ventana del techo de su auto, como el cuerpo de Pistillo iba pasando lentamente, girando sobre sí mismo, mientras Camila sentía –o eso creía -como llenaba su vacío. Ése bien de su clase.