lunes, 26 de septiembre de 2011

La suprema Francia

Hacía menos de treinta días que se había escapado de su Paraguay natal. Todavía le costaba –y mucho- pronunciar el apellido del nuevo Supremo.

Hacía casi treinta días que no salía del departamentito prestado por su amigo Ernesto; tenía miedo –y mucho-. Se sumergía hora tras hora en el libro de Shakespeare que su madre le había obsequiado. De vez en vez, alternaba con algunas líneas de Tolstoi.

Hasta que entonces sí. Tomó coraje y giró el picaporte de la enorme puerta que separaba la sala del exterior. Esa tarde salió empecinado en conseguir un pasatiempo, que le permitiera solventar sus gastos, devolverle algo a su amigo, pero sobre todo olvidar.

Pasó por un bar, de esos pintorescos que hay en Buenos Aires, y se sentó por un rato; cerca de la ventana, en una esquina. Desde su silla veía la totalidad de la esquina que conformaban Mayo y Sáenz Peña. Miraba y pensaba, en Asunción; el ascenso de Stroessner no le había dado alternativa. Pensaba y sollozaba.

Bebió el último trago de café y se encaminó nuevamente en su tarea. Con las manos en los bolsillos y la mirada baja, recorrió unas veinte cuadras, hasta que una hoja de cuaderno escrita con lapicera, pegada en una vidriera, captó su atención; una vacante de trabajo en el modesto alojamiento, que tomaría sin dudarlo.

Si bien la paga era poca, le bastaba para sobrevivir –aunque, el verdadero problema en su subsistencia eran las cicatrices imborrables del exilio-.

Poco a poco, la rutina se fue estableciendo: un café junto al diario de cada mañana en el primer bar que le abrió las puertas –que tenía el agregado de haber sido el primer recoveco de la ciudad porteña en empujarlo al difícil ejercicio de la memoria-. En sus ratos libres, destilaba algunas líneas entre la amargura; incluso recayendo a veces en frases arrabaleras que lo llevaban a escribir algún que otro tango.

Lentamente, fue resurgiendo. Ya no acudía solo al bar, sino que era acompañado por Ernesto, que además le había presentado varios conocidos en una situación similar a la suya. Una mesita no alcanzaba más, por lo que habían sumado dos y a veces hasta tres más; el bar Berna tornó en búnker para los intelectuales perseguidos.

El activismo era intachable. Las noticias que recibía de Paraguay eran tinta fresca para esa especie de catarsis que hacía a través de su pluma y la hoja. Persecuciones, desapariciones y asesinatos, eran expresados en prosa; relatos que decían más allá de lo que contaban.

Pero las noticias eran cada vez peores; latinoamerica parecía estar condenada a una cúpula de Supremos. Las relaciones entre los gobiernos paraguayo y chileno, daban fortaleza a la figura de Stroessner.

Entonces, volvía a acercarse el clima que ya había vivido casi tres décadas atrás, cuando había arribado a Buenos Aires. El café, ya no nucleaba con la misma fuerza; el miedo y las deserciones se tradujeron en dos mesas vacías, cerca de la vidriera.

Su salvación llegó desde Francia. La oferta de la Universidad de Toulouse era soñada.

Por segunda vez renacía. Y esta vez, para siempre.

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